
«Prefiero no ser nada»
Alien 3 me demostró que quiero a las películas a las que no les importo, y por eso recuerdo esa tarde como si fuera ayer. Tenía 11 años cuando la vi en los cines Liceo acompañado de mi padre, con su precedente relativamente fresco en la memoria, y creía que iba a ver «más bichos, más marines, más miedeque, más robots, más naves, qué guai». Esa sensación solo me duró media fanfarria de la 20th Century Fox. Sabéis cuál. Empieza normal y de repente se «rompe» en un galimatías y acaba en una especie de grito interminable. Cogí la mano de mi padre. Era el resumen musical y simplificado de los 130 minutos que ocurren a continuación. Alien 3 arranca tu seguridad y te lleva al Infierno.
Se ha hablado mucho de lo que Alien 3 podría haber sido de haber culminado alguna de sus innumerables premisas, y de lo que fue después, merced a la posterior versión remontada y ampliada. Se ha hablado mucho de la procesión de decepciones en la que consistieron su caótico desarrollo artístico y su recepción popular a lo largo de los años subsiguientes en una película cuyos participantes recuerdan con frustración en el mejor de los casos, rechazo en el peor. David Fincher reniega de la película. No me importa. Es más, creo que es tan suya como cualquier otra, merced a los toques de humor quemado a la brasa que aparecen de vez en cuando. Pero me parece que se habla poco de lo que creo que realmente es: una despiadada elegía de horror, indiferente a toda lógica o satisfacción — nada está a salvo, nada es sagrado — , cargada hasta los topes de un extraño poder mitológico medievalista, en la que fanáticos criminales olvidados son juzgados ante un dragón entre coros diabólicos dentro de un terrible lugar «en el culo del Espacio, donde Dios ha sido encontrado» y a la vez «tan bueno como cualquier otro para dar tus primeros pasos hacia el Paraíso».
Todos van a morir en Fiorina 161. Si no les mata el dragón, lo hará la Compañía que lo desea. Y morirán horriblemente — devorados vivos, gritando durante minutos enteros, escuchando el crujir de sus propios huesos y el ruido húmedo de sus vísceras arrancadas; Alien 3 se toma su tiempo en sus crueldades– sin consideración de su estatus de supervivientes en la película anterior o de su potencial carácter heroico en ésta. Pero nunca pensé en ella como una película nihilista. Todo lo contrario. Es una excepcionalidad del género: un film de horror humanista que habla de una promesa religiosa de salvación. Después de que la hija adoptada de nuestra protagonista muera ahogada, después de que sus restos hayan sido desecrados en una indigna autopsia, es despedida «con el corazón alegre porque cada semilla encierra la promesa de una nueva vida». Es un momento tan genuino y esperanzador como irónico y catastrófico, considerando el montaje paralelo que lo enlaza con el nacimiento del dragón. Un funeral y un bautizo. Ellen Ripley va a morir. Pero morirá como Dios manda, con todos sus asuntos en orden y con el dragón derrotado a base de sacrificio tras sacrificio tras sacrificio, en éxtasis celebratorio tras padecer la peor de las desventuras: una en la que no hay esperanza en la Tierra.
Salí horripilado del cine y la sensación me duró varios días. Cómo había podido hacerme esto. Tardé bastante tiempo en entender su simbolismo pero hasta entonces — a un nivel puramente de aficionado — lo pasé realmente mal. No solo mató a mi heroína. La torturó. La obligó a lanzarse a un mar de llamas, herida de muerte por su peor enemigo, devorada por dentro, y me dijo que ese era el menor de todos los males. Alien 3 fue olvidada, apartada, negada, enterrada. No veo muchas posibilidades de una reivindicación futura a gran escala mediante un glorioso ejercicio de rescate comunitario. Lo dudo, la verdad. Las películas más proclives a ello son las que se consideran como puntuales errores maravillosos, locas obras de pioneros. No la tercera entrega de una franquicia, y menos una con un concepto tan particular y hostil de «maravillarse». En cualquier caso, no está en mis manos. Y a Alien 3 el reconocimiento no le importa. Ni lo más mínimo.