The Irishman (Martin Scorsese, 2019)

La intersección definitiva de los tres grandes temas de la filmografía de Martin Scorsese, por orden de menos a más en introspección e importancia: el crimen, la alienación y Dios. Sobre el papel, parece un brindis al sol de su director en una estructura que domina como nadie: el enésimo episodio de la incidencia de la Mafia italiana en la historia de Estados Unidos — esta vez a través de la caída de los sindicatos como superpotencia de la economía norteamericana –. La diferencia es que aquí, por vez primera, emite un juicio moral sobre su protagonista, el asesino responsable de ese colapso, al que básicamente se dedica a aniquilar por sus pecados durante los últimos sesenta minutos de película hasta tal punto que ni siquiera le concede la mísera gracia de morir cagando con 80 años, medio ciego, empastillado y sin cadera izquierda.

Creo que Scorsese ha perdido compasión con los años. Creo que hace dos décadas el director habría mirado con más simpatía al campechano que es Frank Sheeran, en su tradición de enlazar las culturas italiana e irlandesa como aliadas históricas. Hoy, apenas puede esconderme a este criminal bajo la fachada de un currito amable «Don Síseñor», que se ampara en la buena vida y su devoción a la omertà, un código de silencio que su protagonista observa con orgullo, sin darse cuenta hasta el último momento de que no es más que un vacío espiritual y un vehículo de represión familiar por el que «si yo no hablo, el resto os pudrís conmigo», para soslayar sus múltiples traiciones — a su mujer, a sus hijas y a su clase trabajadora — e ignorar el terrible dolor que provoca. Es una posición tan inestable, unas excusas tan mierdas, que solo hace falta un roce con la conciencia para que en él detone una descomposición física y moral como nunca he visto antes en el cine de su realizador, porque Scorsese tiene 77 palos y se ha dado cuenta de que hay que poner la casa en orden por si tiene que cerrar en algún momento.

«Te jodes pero pagas», como decía Ray Liotta en Uno de los Nuestros. Cada día que pasa estoy cada vez más convencido del punto de inflexión que ha supuesto y va a suponer Silencio en su filmografía, el trampolín que necesitaba para reinventarse una vez más y pasar los últimos años de su vida purificado como un estoico católico ultraortodoxo de tomo y lomo, de los que tiran el penalti mientras susurran un Padrenuestro para que entre la bola porque Dios es el juez último de todas las cosas.

Se ha dicho de The Irishman que es «crepuscular» pero, por acudir al referente contemporáneo en estos casos, no me imagino un Sin Perdón: Redux que dedique su media hora final a enseñarnos como William Munny agoniza de triquinosis. Se ha destacado también que es la más austera dentro de su cuarteto de películas criminales pero esta contención funciona como servicio y contrapunto de la película más ambiciosa en temas y desarrollo de todas ellas, una historia de recuerdos dentro de recuerdos. Lo que comienza con una confesión se transforma en un viaje por carretera (hola, Fresas Salvajes) que nos lleva a su vez a la descripción del grosero final de una era americana y del hombre que la ha moldeado. Lo que yo quiero resaltar es que me parece la más valiente de todas en cuanto a su comprensión general del arte como espada y escudo frente a la mayor adversidad de todas: Scorsese y De Niro miran cara a cara al horroroso escenario que es hacerse viejo y quedarte solo uno mismo y las toneladas de mierda que llevas encima — sin familia, sin cuerpo, sin mente, ni honor — en un arrebato final de talento con cero titubeos, cogidos de la mano y en un puñetero halo de gloria, como está mandado.