Una revolución con sonido sincronizado

Este artículo fue publicado originalmente el 23 de octubre de 2017

La verdad es que nadie quería distribuir una película como Monterey Pop. Creían que era demasiado amateur. Creían que era… casera. Y, sin embargo, el mayor elogio que he recibido me lo dedicó un niño de Texas tras ver mi anterior documental sobre Bob Dylan. ‘Es como un vídeo rodado por niños. No parece una película’, me dijo. Tenía toda la razón.”

D.A. Pennebaker – Interviews (Keith Beattie, Trent Griffiths)

Un año después del estreno de Monterey Pop, Jean-Luc Godard se puso en contacto con sus dos máximos responsables, D.A. Pennebaker y Richard Leacock para rodar una película, que nunca terminó, titulada One A.M. Una película que estaría construida en torno a una electrizante actuación en vivo de la banda Jefferson Airplane, metraje que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días, en el tejado del hotel Schuyler de Nueva York, y que finalmente fue cancelada por la actuación de la Policía. Un año después, Los Beatles repetirían la faena sobre la sede de Apple Corps al ritmo de Get Back, en un momento icónico que introduciría definitivamente la cultura audiovisual en la era de la inmediatez — artistas cogen sus trastos, se van a la calle, una multitud comienza a arremolinarse, sorprendida, y una cámara lo graba todo, de principio a fin –.

Monterey Pop no fue el primer documental-concierto americano. No fue la primera representación en vivo de un artista con sonido sincronizado. No fue la primera expresión de un género documental del que vamos a hablar aquí largo y tendido, como es el Direct Cinema, ni la primera película en hacer de la captación de la realidad su bandera. Pero sí fue la primera que aunó todas estas características; una obra que concentró 15 años de avances técnicos y de transformaciones sociales, una que demostró que el cine era capaz de adaptarse al incremento de la velocidad experimentada por los residentes del planeta en la década de los años 60, y sobre la que germinó la explosión experimentada por la cultura internacional en la década siguiente. Es “propósito, innovación y exhuberancia combinados en un concierto de rock en el norte de California, donde se enfatizan los momentos extraordinarios de las actuaciones y la interacción con la audiencia. ‘Gente en movimiento’ dejó de convertirse en una expresión evocadora para convertirse en una estética”.

EN EL PRINCIPIO

Como evento, el concierto de Monterey — para no liaros, voy a llamar Monterey Pop al documental — fue bastante, bastante importante. No fue el primer festival de música, ni mucho menos, pero sí uno cuyo impacto cultural quedará para el recuerdo. Los días del 16 al 18 de junio de 1967, en el comienzo del Verano del Amor, vieron la primera gran aparición pública en Estados Unidos de Jimi Hendrix, de The Who, de Ravi Shankar, así como el primer concierto multitudinario de Janis Joplin y la presentación de Otis Redding ante las masas. Fue un éxito de asistencia y, sobre todo, un éxito de organización cuya plantilla rescataría el festival de Woodstock, el considerado como definitivo a este efecto.

Sucedía, no obstante, que el cine no terminaba de ponerse a la altura. Por decirlo de otra manera, antes de Monterey existieron muchísimos más festivales de música que documentales de festivales, por mucho que los inicios de este género se remonten a casi una década antes. Si hay un origen (algo que siempre es difícil de determinar), existe en el Festival de Jazz de Newport, en 1958. Allí, el cineasta Brent Stern fue el responsable de rodar las actuaciones de Anita O’Day, Thelonius Monk y una decena de otros artistas. Es un documental-concierto excepcional no solo por tratarse de los primeros, sino por incorporar un estilo que Pennebaker potenciaría diez años después: una obra centrada tanto en las interpretaciones de los artistas como las reacciones de los asistentes como en la realidad donde transcurre un festival donde la audiencia negra llegó en autobuses separados y entró al escenario por una puerta diferente al del público blanco.

El problema es que, técnicamente hablando, Jazz on a Summer Day, el título del documental, fue un dolor de cabeza. Fue rodado con cinco cámaras y grabadoras separadas de audio de cuatro pistas sin sincronizar, lo que provocó tal caos durante la mezcla final de imagen y sonido que el director musical George Avakian acabó recibiendo crédito de director junto a Stern. La intención estaba ahí, pero el muro técnico era evidente, por mucho que las soluciones estuvieran al alcance.

Tanto, que tenemos que remontarnos cinco años antes, a 1953, para hablar de la figura del cineasta neoyorquino Morris Engel y de su película Little Fugitive, rodada en Brooklyn con una cámara en mano de 35mm diseñada por el propio director y fotógrafo. La extraordinaria libertad para rodar que le confirió el uso de esta cámara portátil acabaría convirtiéndose en eje trascendental de la Nouvelle Vague francesa, hasta el punto de que uno de sus máximos exponentes, François Truffaut, le acreditó personalmente como gran impulsor de este movimiento. “Fue este joven americano quien nos enseñó el camino hacia la producción independiente”, recordó el director francés.

La influencia de Engel fue tan grande que generó no una, sino dos vertientes cinematográficas que fueron creciendo conforme el propio Engel añadía más ventajas de transporte a su equipo. Cinco años después, para su película Weddings and Babies, introdujo una innovación excepcional: audio y vídeo sincronizados a través de un diapasón. Fue este modelo el que cayó en manos de D.A. Pennebaker y su colaborador Richard Leacock. Un apunte sobre este último. Director británico, asociado estrechamente al origen mismo del cine documental como asistente de Robert Flaherty — responsable de Nanuk el Esquimal, el primer documental de la historia del cine –, Leacock entregó la cámara a uno de sus socios, Fons Ianelli, quien la readaptó a una cámara portátil de 16 mm, con un mecanismo de enlace con un grabador. El cable, de momento, era un problema. Tardaría un poco en dejar de serlo.

Sin embargo, el sonido sincronizado ya estaba dejándose sentir a ambos lados del Atlántico para dar lugar a dos géneros unidos por la técnica, amigos por la intención, rivales en los matices. En Estados Unidos nos encontramos con el Direct Cinema, en Francia — y en la Canadá francófona, por proximidad –, el Cinema Verité. Para el historiador norteamericano Erik Barnow, la diferencia fundamental residía en la aproximación. “En el cine directo, el artista aspira a ser invisible, el transeúnte observador. En el cinema verité, el artista es un participante comprometido, una especie de provocador de acontecimientos”, apunta Barnow, una idea con la que coincidiría Pennebaker cuando cruzó el charco en 1963 y la película Crónica de un Verano, estaba partiendo la pana. Rodada en 1960, es un experimento del director y etnógrafo Jean Rouch y del sociólogo y filósofo Edgar Morin, quienes pretendían describir la vida diaria de un grupo de jóvenes parisinos con el telón de fondo de la guerra de Argelia y los procesos de descolonización.

Quería la historia que la película de Rouch y Morin comenzara a rodar justo un mes después que Pennebaker y Leacock terminaran la fotografía principal de Primary, un relato de la carrera del entonces senador John Fitzgerald Kennedy a la Casa Blanca. Crónica de un Verano y Primary están unidas por la cámara portátil, por el sonido sincronizado y por su voluntad política, pero la diferencia entre ambas es evidente cuando nos damos cuenta de que Rouch y Morin son participantes activos. Por poner un ejemplo más concreto, el director de fotografía John Bailey, en el blog de la American Society of Cinematographers, recuerda un momento especial de Primary en el que uno de los cámaras Albert Maysles — que rodaría una de las películas más extraordinarias del cine, una de las cumbres del género documental y el particular El Desencanto norteamericano, Grey Gardens — “ejecuta una asombrosa toma de 85 segundos siguiendo a Kennedy mientras éste avanza por una multitud de simpatizantes durante una visita a Milwaukee. Maysles lleva la cámara en mano, a través de la gente, hasta el escenario, mientras los periodistas están clavados en el suelo por culpa de su trípode”. Aquí, a partir de los 23”.

Es por ello que cuando Pennebaker asiste en 1963 a una proyección de Crónica de un Verano, su desafecto es palpable. “La verdad es que me sorprendió ver a esta gente del Cinema Verité con el micrófono en mano, acosando a gente. Mi objetivo, por contra, era el de capturar la vida real sin meterme en ella. Estaba claro que entre nosotros había una contradicción. No tenía sentido. Iban con un cámara, con un sonidista y con otras seis personas más: ocho apareciendo en cada escena. Parecía un poco el camarote de los hermanos Marx”, explicó después. Una de esas personas era nada menos que el legendario director de fotografía de Godard y Truffaut, Raoul Coutard. Otro era el director canadiense Michel Brault, otro de los padres, precisamente, del Direct Cinema. Todo está conectado.

Perdonad el rodeo — y la simplificación de dos movimientos con tantos puntos en común que tarde o temprano nos encontramos con obras donde es difícil distinguirlos — pero es importante explicar que gracias a los avances de los técnicos, a la pasión de los artistas y al interés de los divulgadores, para cuando llegan los años 60 estamos en un momento en el que el cine ya vive a la velocidad de la realidad. A principios de los 60, con la ayuda de Robert Drew, del magacín Time, y gracias a la aparición de los transistores — que por primera vez nos ofrecían la posibilidad de usar amplificadores y baterías –, Pennebaker y Leacock encargaron al ingeniero Mitch Bogdanovich que modificara una cámara Auricon Filmagnetic. Don’t Look Back, documental rodado por Pennebaker un año antes con Bob Dylan (ambos, en la foto), fue la prueba de fuego.

Así, Bogdanovich ideó una carcasa de aluminio para aligerar la cámara, mientras que Leacock adaptó unas grabadoras a batería de reciente aparición que sincronizó con la cámara, primero por cable y después sin él, empleando el mecanismo de los nuevos relojes electrónicos Bulova, desembocaron en un aparato portátil que permitía, por encima de todo, la posiblidad in situ sin cables de por medio. Y de entre esas grabadoras a batería destaca, por encima de todas, la mítica Nagra, ideada por Stefan Kudelski y una maravilla de portabilidad, un trasto que te puedes colgar del hombro, dar la vuelta, tirarlo por un barranco sin que la grabación resulte lo más mínimo alterada. Es con este equipo con el que Pennebaker parte a California.

MONTEREY POP

(De rodillas) D.A. Pennebaker, Robert Leacock, Baird Hersey, Peter Hansen; (de pie,de izquierda a derecha) Albert Maysles, Roger Murphy, Richard Leacock, Bob Van Dyke, Tim Cunningham, Nina Schulman, Jim Desmond, John Cooke, Bob Neuwirth, Brice Marden, Nick Proferes, John Maddox. © Janus

“Penny (Pennebaker) me entrega una Nagra. Me gustan las máquinas y esta es sencilla. Vigila el vúmetro, no dejes que la aguja llegue al rojo o tendremos distorsión. Intenta que el micro no aparezca en los planos. Penny se abstiene de contarme que la Nagra vale miles de dólares”.

“El cámara ya no está unido a un trípode y la nagra contiene generadores de pulso sincronizado que elminan la necesidad de un cable que conecte cámara y grabador. Al principio de cada toma, el cámara se vuelve al grabador, el grabador pulsa un botón en la Nagra. Se enciende un piloto en la correa de hombro de la grabadora, y al mismo tiempo suena un pitido en la cinta. Voila! En la sala de montaje, lo único que tienes que hacer es sincronizar la luz de la Nagra que aparece en la película con el pitido de la cinta. Y a tirar”.

“Ahora cámara y sonidista pueden moverse independientemente, pueden grabar desde cualquier ángulo y puede colocar el micro cerca de la fuente. Sin que los cables molesten”.

“Filmamos a hippies sonrientes que levantan tiendas que se convertiran en un show de psicodelia, con desfiles improvisados de moda, con velas aromáticas y bagatelas”.

“Penny sigue sus instintos, no tiene posición fija. Rodará desde los bordes, desde los amplificadores o desde donde le lleve el espíritu. Robert Neuwirth es el asesor estético. Su destino es el de estar al loro con los tiempos y de intuir cuánto tendrá lugar un momento memorable. Es el arbitro del hip. Cuando a Penny le emociona un número musical, lo graba. El resto se lo deja a Bob”.

“Me da igual si te rompes una pierna”, le dice Penny a Albert. “Haz lo que tengas que hacer. Tenemos que grabarla. Janis es la base de toda la película”.

On the Road with Janis Joplin (John Byrne Cooke)

Es curioso cómo el libre rodaje de Monterey Pop contrastó con las mil y una ataduras de las que fue objeto la organización del propio festival. El fundador de la Rolling Stone, Jann Wenner, describió aquí la “lucha inhumana entre una colección vestigial de funcionarios contra una ciudadanía que nunca les había elegido y que se mostraba a favor de la música como mínimo; y de la ética, en el mejor de los casos, de la juventud”. Pero una vez en marcha, Pennebaker y su equipo se dedicaron a hacer dos cosas: moverse y rodar.

“Lo cierto es que nunca marcamos ni posiciones específicas ni tipos de plano. Dejé que todo el mundo decidiera por sí mismo: planos detalle, angulares, lo que fuera Y eliminamos el gran plano del escenario, el plano de protección. No tenía sentido, en especial en televisión. Grabamos el sonido en ocho pistas y establecimos un volumen para cada pista sin preocuparnos de las mezclas. Mientras no sobrecargara las pistas, podría mezclarlas como quisiera”.

Y rodaron. “Unos 1.200 pies de película por cargador para las dos cámaras del escenario, para rodar cuanta más música mejor y que la recarga no supusiera un problema, y 400 pies para las cámaras de a pie”, recuerda Pennebaker. 1.200 pies que se hicieron imprescindibles para captar en su totalidad el clímax del concierto de Ravi Shankar y la extasiada reacción del público. “Con todos estos elementos”, dice Richard Barsam, “el trabajo de cámara es más íntimo, incrementa la relación entre realizador, sujeto y espectador, la grabadora capta sonido ambiente que incrementa la sensación de realidad, los planos son largos, el orden cronológico sustituye al dramático. “Observadores”, explica Leacock. “Que en ocasiones descubren el drama una vez que lo han rodado”.

Hay una sensación de “dejar las cosas fluir”. Pennebaker lo recordó años después, preguntado por el uso del color y los problemas de iluminación. “Rodamos con una película 7242 Reversal Ektachrome a 500 ASA para permitirnos rodar en condiciones muy oscuras… pero, mire, cosas como el balance de blancos (un, hoy en día, imprescindible mecanismo de corrección ambiental) es algo que procede de la superelegancia que acompaña al concepto “Película de Hollywood” y que ha venido alimentado por la publicidad o el cine industrial. Parece que si las caras no coinciden, o si los colores no coinciden, la gente va a montar en cólera. Y el caso es que Cezanne puso punto y final a ese debate hace cien años. No me preocupa el exceso. Me preocupa cómo lo utilizas. El color es como el sonido. No hay leyes que te digan que puedes o no puedes usar tal color. Y nunca me preocupó la organización. Cuando no estábamos rodando las actuaciones, estábamos rodando algo constructivo e interesante. Cuando vas a un concierto, lo más probable es que acabes sentándote a 50 metros del artista. Lo que realmente quieres es estar a un metro de él. Y eso es lo que intentamos hacer”.

Y por eso, cuando The Who destrozaron sus guitarras sobre el escenario, cosa que ya habían hecho antes, cosa que ya sabía que iban a hacer, estaba preparado para ello. Una buena película soluciona sus propios problemas. A una mala película no le importa nada“.

Solo desde esa perspectiva puedo entender mi momento favorito de Monterey Pop: el I’ve Been Loving You de Otis Redding y lo que sucede a partir del 1’55, cuando el documental nos presenta un plano de perfil de un hombre que fallecería seis meses después, con solo 26 años, en un momento en el que acababa de destruir sus límites para convertirse en un cantante de folk-soul. La cámara descubre la silueta de Redding frente a un foco y nunca la abandona, por mucho que cuando el artista se mueva la luz nos ciegue los ojos. Pennebaker y su gente están dispuestos a canjear emoción por epilepsia y el resultado es asombroso.

El de Redding fue uno de los grandes momentos de un festival caracterizado por la sublime interpretación de Ball and Chain de Janis Joplin o por la guitarra en llamas de Hendrix. Pero lo importante es que estos momentos fueron captados para la posteridad con una inmediatez que consiguen que el espectador perciba aunque solo sea una décima parte de la energía de un concierto en vivo y del mundo en el que se desenvuelve.

Y fue un relativo fracaso: el rodaje fue una iniciativa de ABC TV y de uno de los nombres más importantes del cine estadounidense de los 70, el entonces productor de televisión Bob Rafelson, por el que la cadena adelantó 200.000 dólares a Pennebaker y a su equipo dada la fama que adquirieron rodando antes el documental Don’t Look Back de Bob Dylan. ABC acabó desentendiéndose del proyecto no por falta de profesionalidad del material, sino por su contenido. “Recuerdo que le enseñamos el metraje a Tom Moore, presidente de la ABC, un caballero sureño, muy conservador”, recuerda Lou Adler, uno de los dos productores del concierto junto a John Phillips, de Mammas and the Pappas. “Total, que cundo vio a Hendrix follándose a un amplificador nos dijo ‘Quedáos con el dinero y largáos. En mi cadena, no”.